Empezar por una fecha. Y una bien marcada: el año 1968, el año del mayo francés (y la masacre de Tlatelolco, en México; y las protestas del campus de Berkeley, California). En León una pandilla de adolescentes nos repartíamos entre distintas aficiones: tocar rock and roll, escribir poesía, protestar -por todo, decían nuestros padres-, ligar, el amor, la amistad. Vivir, sobre todo vivir con el máximo de libertad que se pudiera. Libertad vigilada: el llamado tardofranquismo significaba los obispos como siempre en el poder, los meapilas peligrosos del Opus Dei. Y el General yendo a la condición de momia.
Para los que queríamos escribir poesía, Federico García Lorca fue el gran nombre de nuestro antifranquismo visceral (nos iba la libertad en ello). La proto-víctima del terror falangista, asesinado justo al mes de que unos generales venidos de África traicionasen a la República. Así han quedado en la historia mundial aquellos hechos.
Ahora se puede encontrar cualquier nombre en la Red. Entonces no había mención de Lorca en nuestros libros de texto. Pero teníamos otras fuentes. Así que acabamos por hacernos con el volumen de sus Obras Completas (algunos lo consiguieron por medios ilícitos). Leíamos, mirábamos las fotos del libro: con los otros nombres de los grandes poetas de la República. Con Dalí, con Buñuel, sobre todo con esos dos. Lorca, el perro andaluz, el mozo que vestía el mono de teatrero ambulante en su barraca, el amador de otros hombres, su sexualidad libre.
Todo nos gustaba en aquel volumen, teatro, romances, canciones. Para Miguel Suárez y para mí, en la pandilla, el libro favorito era Poeta en Nueva York. La libertad, de nuevo, el surrealismo. Los paisajes sonámbulos de la Andalucía lorquiana, los gitanos y el cante, “Guardia Civil caminera lo llevó codo con codo”, sí, todo eso estaba muy bien. Pero Poeta en Nueva York era otra cosa. El gran imaginario de poeta, chocado por la novedad del Nuevo Mundo, donde pasaría un curso como estudiante en la Universidad de Columbia, el curso de 1929-1930, el año de la Gran Crisis, se remueve y saca a la luz imágenes de un inconsciente personal y social, como están haciendo sus amigos Dalí y Buñuel en cuadros y películas. Leíamos la “Oda al rey de Harlem” y escuchábamos los primeros discos de jazz que íbamos consiguiendo. Nos mezclábamos con la multitud que vomita y la que orina, dábamos con el poeta nuestro airado “Grito hacia Roma”, repasábamos la lista de nombre exóticos para los homosexuales que no éramos, pero nos atraían, como todo lo prohibido. Nos pusimos a leer a Walt Whitman, por la Oda que le dedicaba.
Y toda aquella diversidad y proliferación, que parecía no acabarse nunca, estaba escrita en una lengua poética que habla, habla con libertad lo que le viene a la boca, al papel, a la imaginación, no calla, sin rimas ni metros aparentes (el oído musical de Lorca, agudísimo, sabía disimular su maestría en lo clásico).
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Ildefonso Rodríguez/ JUAN LUIS GARCÍA |
“Pequeño poema infinito” es una pieza del libro, que en cada lectura se nos volvía todo entero eso, infinito. Y así sigue, sin parar, pasado el tiempo. Con su crecimiento larvado. En la Biblia se lee el suceso de comer un libro. Ya dentro del cuerpo, provoca amargura y dulzor, se incuba, se diluye por tejidos, inunda, preña. Hasta completar su ciclo: "La ley suprema de lo comido: todo lo que fue comido, come a su vez", ha escrito Elias Canetti. Siempre que vuelvo a Poeta en Nueva York se me agrupan imágenes distintas cada vez, como si fuera un puzle, un juego de construcciones, para que juegue el lector olvidando y recordando. El Gran Juego del leer y el escribir.
En la última lectura reuní las palabras de Lorca –y sólo las suyas- en un poema que me parece legítimo (el lector tiene derecho a todo, pues vive de la libertad que le han otorgado el autor y el texto mismos) y que es para mí, por ahora y hasta la nueva ocasión, ese pequeño poema infinito dentro de un libro inagotable. Aquí lo comparto:
(lorquiana)
lo que importa es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura
al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros
la tierna intimidad con los volcanes
un pulso herido que sonda las cosas del otro lado
y sé del horror de unos ojos despiertos sobre la superficie concreta del plato
y allí donde flota mi cuerpo entre los equilibrios contrarios
las dalias son idénticas
el pañuelo exacto de la despedida
era el momento de las cosas secas
los tallitos del canto
los maestros enseñan a los niños una luz maravillosa que viene del monte
el sueño que junte la rueda con el alga
cuando los cadáveres sienten en los pies la terrible claridad de otra luna enterrada
sólo existe una cunita en el desván que recuerda todas las cosas
la gente buscaba las farmacias donde el amargo trópico se fija
de la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso que atraviesa el corazón de todos los niños pobres
los camellos de carne desgarrada
la noche boca arriba
las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas
pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes
el niño que escribe su nombre de niña en la almohada
agonía, agonía, sueño, fermento y sueño
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