La primera vez que lo leí no entendí nada y, aun así, me gustó. Me gustó mucho, de tal manera que insistí con esa perseverancia de la edad que desaparece con el uso. Seguí sin entenderlo muy bien, pero me gustó más aún. Yo era un chaval y hacía muy poco que, por recomendación, había leído “Cien años de soledad” y de inmediato, tal era la impresión que me causó, devoré alguna novela más de lo que entonces se llamaba -¿se sigue llamando?- realismo mágico o el boom latinoamericano. Aquellas torrenteras verbales que habitaban tierras prodigiosas y daban cuenta por igual de sucesos inverosímiles y ciertos configuraban mitologías nuevas con voces del otro lado del mismo océano verbal. El deslumbramiento arrasó mis lecturas anteriores y todavía hoy me sumerjo a menudo en aquellos ríos con lechos de piedras como huevos prehistóricos.
En alguna parte escuché que aquella literatura tan distinta tenía precursores, con fundamentos que la explicaban. Fui, por tanto, en busca de ese principio y no entendí nada. Para empezar, en comparación con los otros aquel era un librito delgadísimo, en ediciones de un papel fino y áspero que daba grima manosear pero que exteriorizaban su éxito antiguo, pues esa mezquindad lo ponía al alcance de cualquiera. Por otro lado se trataba de un escritor que apenas había escrito. Ese libro y poco más; algún cuento, nada serio. ¿Qué explicación había? Cómo podía estar todo aquello, tanto y tan nuevo, anunciado en apenas un centenar de páginas. Pues estaba, allí estaba todo. Aunque no lo entendiera, eso sí lo supe nada más leerlo.
He vuelto a leer “Pedro Páramo” muchas veces. Y he descubierto al menos parte de lo que dice. No todo, pues me he resignado a no llegar a entenderlo por entero aunque lo lea sin cesar. Esos son los libros que lo acompañan a uno siempre, los que no se acaban nunca, aunque ocupen solo un puñado de páginas y su autor no haya seguido escribiendo porque ya lo dejó dicho todo. “Pedro Páramo” es una novela de una concentración diamantina: un relato familiar, nacional, legendario e íntimo que transcurre en un lugar donde la vida y la muerte se abrazan sin disputa ni esperanza. Nuestro idioma, tan dado a la retórica y a la palabrería, se aquieta y enfría como la noche en el desierto.
En “Bartleby y compañía”, uno de los más peregrinos y literarios de esos libros de Vila-Matas (otras dos recomendaciones, de paso: esta y el relato clásico de Melville “Bartleby, el escribiente”), se cuenta a Juan Rulfo entre los escritores de una obra capital contenida en unos pocos folios que, por razones oscuras, dejaron de escribir. Tal vez no haga falta más. En una anécdota reveladora, Rulfo fue interpelado por una admiradora que le preguntó por aquello que sentía cuando escribía. “Remordimientos”, respondió. Eso lo explica todo.
Luis Grau Lobo
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