Fue una lectura muy extraña de mi infancia. Realmente no sé si se trata de un libro para niños. Lo leí por imperativo escolar. Con la lista de obras que nos proponían en la mano, acudí a la biblioteca que había dejado mi hermano en tres estanterías del salón cuando se marchó a estudiar fuera y allí estaba: ‘Alfanhuí’. Lo encontré entonces muy siniestro y muy imaginativo, lleno de una desolación enorme, con paisajes que me daban miedo, atardeceres carmín, bermellón y sangre, amaneceres de oro y amarillo, caminos a ningún sitio...
Lo he leído varias veces a lo largo de mi vida, recuerdo haberlo hecho por primera vez con ocho o nueve años y quedarme sobrecogido. Reconocía en sus páginas un estado de la sensibilidad que me era cercano, algo extrañamente triste, bello y familiar. Momentos que había experimentado de camino al colegio en mañanas frías o soleadas, con el viento azotando las calles como a un espacio abandonado, mirando los pajarillos en los charcos, saltando las líneas de las aceras como si no fueran solo gris asfalto sino abismos, precipicios o torrentes; sensaciones que había percibido en la desolación de los descampados, en las afueras saliendo de la ciudad en el coche de mis padres con una tierra solitaria que se encendía en los cielos de nubes blancas o rosadas; también el alma de las cosas sin alma: los juguetes paralizados mientras iba a clase muerto de sueño por acostarme tarde para vivir la vida de mis hermanos mayores o las historias de la televisión, aulas desangeladas en las que aprender era repetir cosas muertas y en las que me dedicaba a soñar.
El gallo de la veleta con un ojo solo que se veía por los dos lados pero que era un solo ojo, las patas de una silla de cerezo que echaban raíces en el limo formado alrededor del lago hecho por una gotera en el desván o los pájaros disecados volando tras sus sombras por el techo del taxidermista. Todas esas animaciones fantasmales de las cosas venían de una imaginación muy fértil y un poco pobre de felicidad, una imaginación de soledades, la de un niño solitario en el paisaje, casi desierto, de una Castilla que de tan real se tornaba sobrenatural.
Juan Benet, en el prólogo que le dedicó en su día y que aparece en la edición que ahora yo tengo —una pequeña joya a su vez sobre el arte de novelar— se muestra más partidario del imaginativo ‘Alfanhuí’ que del realista ‘El Jarama’, la obra siguiente de Ferlosio que se recibió como un prodigio. Cree Benet que el suceso más desgraciado ocurrido a las letras castellanas de su tiempo fue que para tener la perfección de ‘El Jarama’ se perdiera lo que podía haber escrito el maravilloso autor de ‘Alfanhuí’.
Verdaderamente es una experiencia deslumbrante leer por primera vez ‘Alfanhuí’, descubrir las páginas en las que el gallo de la veleta que cazaba lagartos quedó fundido, abrazado a un carbón, porque ese día no pudo defenderse al no haber viento; el gallo que explicó al niño que los ponientes eran una sangre que se derramaba para madurar la fruta… Es una maravilla recorrer párrafos como los de la muerte del buey «Caronglo», cuando la sombra que sobre el suelo dejaba se separó de su cuerpo y se encaminó hacia el río hasta que las puntas de sus astas desaparecieron bajo las ondas del agua. Un prodigio escuchar al maestro: «Tú tienes ojos amarillos como los alcaravanes; te llamaré Alfanhuí porque este es el nombre con el que se llaman los alcaravanes unos a otros».
‘Alfanhuí’ es un libro hecho de cosas muy viejas, de una vida con apenas actores donde materia y forma se recuperan de esencias, y es un libro lleno de saberes viejos y de lenguaje viejo con los cuales se aleja de la infancia para fundarla. Es una obra que mira un mundo viejo con ojos doloridamente nuevos. Tiene del Lazarillo y del Buscón esa sensación de indefensión y fragilidad de la infancia, y demuestra, como ellos, que esta es un camino acelerado hacia la realidad. En ‘Alfanhuí’ la realidad es que, precisamente, esta realidad vive en tensión con una imaginación que es al mismo tiempo irrealizable e irreductible.
Aunque lo había evitado un tiempo, caí en la tentación de leérselo a mi hijo a edad más temprana a la que yo lo leí. Su inteligencia es diferente a la mía, no sé si más feliz o feliz de otra manera. Hizo esfuerzos por que le interesase al ver que para mí era algo valioso. A medida que avanzábamos le noté algo perplejo, como si asumiese, con toda la seriedad que puede un niño pequeño, que el arte estuviera hecho por cosas que aún siendo bellas son tristes y lamentables. Me detuve antes de la muerte del maestro, cuando este dice: «Me voy al reino donde todos los colores se hacen uno».
BRUNO MARCOS
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