"Con las pupilas esforzadas en unos ojos sorprendidos por la luz, lo que debía dirimirse a continuación era la búsqueda de una nueva novela, la que cada domingo le escondía su primohermano en algún punto de la casa. Porque después de salir de fiesta cada sábado, Rico, preciosamente intacto y magnífico por sellado su misterio, le compraba un libro de segunda mano en el rastro dominical del barrio, el mayor mercado de libros de segunda mano de Europa. Luego paraba a tomar un café para templar su borrachera y encendía con sus subrayados frases que eran calambres y pasajes que eran pistas para su primo. Simón debía buscar el libro incluso antes de ponerse ante su Cola Cao con grumos y sus magdalenas de La Bella Easo. A menudo desarrollaba sus pesquisas a partir de un acertijo que Rico le colocaba bajo la almohada o de un camino de flechas marcadas con cinta aislante. La pista también podía estar escondida en alguna noticia del periódico que su padre había dejado en la cocina del piso. A veces, incluso, Rico le chivaba la pista a algún taxista mañanero y borracho, así que Simón debía bajar al bar familiar y preguntar a los clientes libreta en mano, con la bata de lana como gabardina, si sabían dónde podría estar escondido su nuevo libro. Este juego, que Rico bautizó como los Libros Libres, era la promesa de un juego que ya no habría de acabar: el juego de vivir según las fantasías de profesionales de las vidas posibles, grumetes, músicos y sobre todo espadachines.
—Los Libros Libres, Simón, son como la esgrima: amenazan la vida y la enaltecen a la vez —le decía Rico.
—Ya. —Simón usaba mucho este monosílabo: evidenciaba menos la ignorancia que un no y comprometía menos que un sí.
—Y yo no solo quiero que vivas los libros. Quiero que vivas en ellos."
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