Preferir un libro sobre todos los demás es, seguramente, una insolencia lectora. Es, también, una temeridad de la que uno se acabará a buen seguro arrepintiendo. ¿No es la volubilidad una de las condiciones naturales de quienes fían a los libros razones para vivir -para seguir viviendo- con algo más de consuelo? Aquella lectura imprescindible de nuestra juventud se vino abajo sin remedio pocos años después; y aquel autor que no parecía prometer nada cuando empezamos a leerlo, casi de soslayo, ha ido alzando su estatura de manera inopinada hasta convertirse en insustituible a día de hoy. Pero a día de hoy nada más. A saber qué ocurrirá con él unos años más adelante, cuando otros libros y otras experiencias hayan necesitado ese ajuste feliz y misterioso entre leer y vivir. Porque, con el tiempo, el lector constante alcanza a saber que la experiencia de la lectura se apareja con todo lo que va nutriendo su existencia: alegrías y calamidades, contradicciones y persistencias, descubrimientos y reafirmaciones… Todo lo vamos metiendo en ese baúl de cuero cada vez más viejo, cada vez más cansado, cada vez más cruzado por todos los olores del mundo. Y ante cualquier ángulo nuevo desde el que poder seguir amando a la vida uno descubre que hay un libro, un autor o autora, un simple verso que había pasado ante nosotros sin echar luz pero que, sí, ahora lo entendemos en esa justa medida, revela la extraña profundidad que es en último término la conciencia de vivir.
Tomás Sánchez Santiago/ JUAN LUIS GARCÍA |
Así que he empezado así, con un párrafo lleno de descreimiento, para hablar de mi libro preferido. Pero en mi caso todo se arregla con facilidad porque siempre que he pensado en esto mismo, en cuál sería el libro que me llevaría conmigo para entretenerme en el infierno -suponiendo que haya infierno; suponiendo que haya entretenimiento-, siempre me viene a la memoria el mismo: La isla del tesoro, la novela con la que creí que iba a liquidar mi infancia -y seguro que por eso la leí- pero que lejos de clausurar una parte de mi vida se instaló en ella para siempre. Y ahí sigue hoy, cincuenta años después. ¿Cómo elegir otro libro? Ninguno ha crecido conmigo como la novela radiante de Stevenson. Incluso sigue creciendo por su cuenta mientras uno va entrando ya, imperceptiblemente, en el cuarto menguante.
Leí La isla del tesoro de un sorbo durante una convalecencia infantil. Fue en una edición adaptada -quizás en la mítica colección “Molino”- de aquellas que se complementaban con viñetas redundantes que domesticaban gráficamente lo que la imaginación lectora iba dibujando por su cuenta. Recuerdo muy bien la sensación que me embargó cuando la terminé. Yo ya no quería leer ningún otro libro. Solamente ese. Porque ¿quién podría volver a contar una historia así? La mentalidad del niño tiene esa precariedad maravillosa, esa ingenua conformidad que supone que no hay nada mejor más allá de su corral, de su barrio, de su horizonte rural, de su madre, de sus amigos de correrías, de esa chica o ese chico por quien estaría dispuesto a morir cien veces seguidas... Y eso mismo lo aplica también a sus experiencias lectoras. Fue lo que me ocurrió con la lectura de La isla del tesoro. Sólo que tras aquella primera lectura vino una segunda y una tercera y otras. Leí la novela ya completa, sin viñetas que me sometieran la imaginación. Ninguna de esas veces la narración me defraudó lo más mínimo. Siempre era la primera vez que la leía. Pero no solamente eso. Es que cuando salté de la infancia a otros predios la novela me siguió escoltando muy de cerca. No encontraba demasiada disonancia entre Jim Hawkins y el joven Törless y sus tribulaciones, por ejemplo; ni tampoco sentía sensaciones diferentes entre la iniciación a la vida del muchacho de Stevenson y el protagonista de La ciudad y los perros. Ya sé que, consideradas desde otras perspectivas, son analogías casi imposibles. Pero yo me refiero a algo que seguía incandescente en mi interior, a esa deriva de un personaje por las vicisitudes de la novela exactamente igual que ocurre en la vida: entre la incertidumbre, la intuición, el deber, el destino y el resultado de un carácter. Me parece que así nos vamos moviendo todos por la travesía de la existencia. Lo vamos pasando como podemos encarándonos a ese amasijo primordial que para Dilthey configuraba la clave del vivir: azar, destino y carácter. Lo que yo encontré como en ningún otro lugar en las páginas de La isla del tesoro. Lo que sigo encontrando cuando vuelvo, fiel año tras año, a esas páginas que todavía aletean.
Hace años respondí a una iniciativa propuesta a numerosos escritores, a los que se les pedía elegir los diez libros que marcaron su vida (y así enunciado, aquello parecía un ejercicio póstumo). Naturalmente, el primero en el que pensé fue en este. Y así lo hice saber. Estaba ya a una altura de la vida en la que el hechizo de la aventura podría estar desdorado por esa segunda mano de pintura, menos brillante, que los años van dando sobre muchas de nuestras experiencias. Pero yo tenía argumentos que ratificaban la consideración que me merecía la novela de mis amores. Uno de esos argumentos provenía de haber leído a Shakespeare. Y en la galería de los personajes de su teatro, que son encarnaciones reales de cuanto configura al ser humano (la ambición, la crueldad, la gratitud, los celos, el amor, la indecisión, el poder…), yo ya vi una sutura sutil (valga la paronomasia) que seguía otorgando vigencia a las criaturas de aquella novela de 1831, unas criaturas en absoluto planas sino tiñéndose de la melaza oscura de la vida a medida que surgían vicisitudes que iban modelando su carácter. Silver y sus calculados bajonazos que siempre me recordaron a Celestina; Jim y sus contradicciones; Dick, que empuña la biblia en una mano y un pistolón en la otra; el doctor Livesey y su magnanimidad incluso cuando se niega a auxiliar a quienes no lo merecen. ¿Recordará el lector/-a ese momento final en que los sobrevivientes deciden dejar en la isla abandonados a su suerte a los tres amotinados pero les dan pólvora y municiones para defenderse y víveres, medicinas, herramientas…? Eso les bastaba. Entonces el doctor, por su cuenta, exige que también se les provea de una buena ración de tabaco. Esa caballerosidad procede, es verdad, de la mentalidad del siglo XVIII y sus mandamientos filantrópicos. Pero cómo no conmoverse ante esa ocurrencia de no descuidar ni los vicios de tu enemigo, dispuesto a volarte la cabeza (y a fe que luego lo intentan) a la menor ocasión…
Hay algo más que aún me hace hervir de asombro ante esta portentosa narración. Stevenson la urdió a partir del mapa de una isla que se le ocurrió dibujar para complacer a Lloyd Osbourne, el hijo de Fanny, su esposa querida. Una vez hecho el mapa -que nombró ya así: La isla del tesoro-, Stevenson empezó a imaginar lo que podría ocurrir allí adentro. Y fue poniendo título a imaginarios capítulos aún por escribir. Era como empezar la casa por las ventanas, eso es. Sería, según sus propias palabras, “una historia para chicos, así que no tenía que preocuparme por la psicología ni por escribir con elegancia”. Y entonces se propuso escribir un capítulo diario que luego leía ante toda la familia. Quince días. Quince capítulos en los que intervenían activamente los miembros de su auditorio (el padre de Stevenson, por ejemplo, se encargó de elaborar la lista de los objetos que hay en el cofre del capitán). Y, de pronto, el atasco. La empalizada imposible de asaltar que todo escritor conoce en un momento dado y que lo obliga a un juego de asedios y retiradas sin saber muy bien qué hacer con lo que ya tiene entre las manos y maldiciendo el día en que creyó que aquello iba a llevarle a alguna parte. Así ocurrió con la novela, ahora trunca, de Stevenson. Hasta que tiempo después, cuando residía en la localidad suiza de Davos (esa ‘isla’ seca en la que de cuando en cuando se reúnen los magnates del mundo para ajustar las razones de repartirse mejor los tesoros del mundo), encontró el filón y volvió a sacar hilo de donde no parecía quedar ya nada.
Esa gestación azarosa y llena de entorpecimientos tuvo La isla del tesoro (título que debemos, por cierto, al editor Henderson, que fue publicando por fin por entregas, capítulo a capítulo, toda la novela). Saber eso por el propio autor (Stevenson lo contó así en un artículo titulado “Mi primer libro: La isla del tesoro”, publicado en el periódico The Idler en agosto de 1894, muy poco antes de morir) añadió dosis de admiración en el lector maduro que seguía fascinado por la profundidad y la naturalidad -ambas cosas a la vez- de esta narración que concierne a todos los hombres de todas las épocas, aunque su autor estuviese convencido de que se trataba de una obra menor destinada a entretener a un adolescente de 13 años que a duras penas resistía las veladas familiares y pretendía escapar a mundos imaginarios. Stevenson creyó que había escrito eso para volar, para explorar con palabras un mundo exótico y bien distinto de la cepillada civilización europea que había seguido refinándose en la Era Victoriana que el escritor conoció. Pero lo que logró fue bien distinto: estableció las pautas que podrían definir, por encima de convenciones y artificios, al género humano. Y lo hizo así, como si simplemente contase una aventura de piratas y caballeros de fortuna.
Aunque quién sabe cuánto pesó ese mapa de la isla en su propio corazón, pues años después no resistiría la tentación y abandonó la vida plácida llena de cortesía y modales florentinos para quedarse en Hawai junto a indígenas que le escuchaban contar sus narraciones cada atardecer, lo mismo que había empezado a hacer un día glorioso de 1831 para distraer a un muchacho estrangulado en el marasmo de aquellas cansadas veladas familiares.
TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO
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