A veces todo está imbuido de una trasmutación dorada y la conciencia penetra entre brillos en un canto. Pero cada corazón tiene su tiempo para la música, y una vez que esa música cesa se entra en un tiempo melancólico, en el que se da la total ausencia de trances. Lo busques cuanto lo busques. Yo, por ejemplo, ya he muerto levemente en el día de ayer. He sido sustituida por un ave del paraíso que en mi lugar duerme y ama. Porque nunca pude soportar el estruendo que hace la realidad, fui excluida del delirio colectivo. Y me tuve que dedicar a pelar patatas y leer libros. Por eso comprendo a la mujer que mira hacia delante, pero insiste en caminar hacia atrás como un cangrejo. Eso es escribir. Y comprendo sin penetrar en su clarividencia.
Leer a Clarice es entrar en el reino de las despensas de cocina decoradas con puntillas blancas, y permanecer allí, leyendo, en estado deslumbrado. Leí “La hora de la estrella” en la seguridad del ambiente doméstico. Nada, ni los puerros sin cortar, ni los pimientos sin lavar, ni los tarros de conserva sin abrir, amenazaba. Entonces, bajo la tamizada luz que iluminaba el libro, se dio la elucidación, el esclarecimiento. Como si mi cerebro se hubiera abierto en dos, en ese instante de epifanía tuvo una nítida revelación sobre la circulación general del pensamiento en la conciencia. Mi mente, en un rapto de Idea, unió para siempre la pulpa del significado y la cáscara de la palabra a partir de aquella lectura.
Acompañaba a la protagonista de la narración, Macabea, en el presentimiento de que iba a descubrir todo sobre mí. ¿Qué soy? Es una pregunta difícil y la respuesta es más difícil aún. Ahora sueño con la esperanza de ir acercándome a eso que es real. Porque tengo en el corazón la imposibilidad de decir qué y no saber cómo contarlo. Y la escritura de Clarice me enseñó a ponerle nombre a la más mínima turbación. Triunfante, en un día de verano, bajé al parque y paseé bajo la bóveda del río. El libro había conseguido que todo en el alma significara, al menos, algo.
En el río, todo me habló. Me hablaron las hojas, me hablaron los insectos, me hablaron las briznas de hierba. Me dominó la sensación de estar entrando en una zona oscura de mí misma que rayaba con la locura, mientras mi cabeza se llenaba de algo muy dulce y espeso. Como Macabea dialogando con su idolatrado Olímpico, estaba haciendo algo descarado e inesperado. Podía dejar de vivir en la nada. Podía vivir en la música y despertar a la aventura de nombrar lo que se siente cuando dentro de un halo de melancolía te sacude un rayo de esperanza.
El repentino rumor de unas diminutas patitas de escarabajo se hiló con el pensamiento de que el destino de Macabea era mi destino. Continué con la lectura, hasta el momento en que una adivina predice el destino de la protagonista, y la predicción es, oh, majestuosa. Macabea se librará al fin de la pobreza existencial y espiritual. En ese momento, me embargó una emoción intensa, indescriptible, como de salir de mí misma y comprender el futuro y el espacio perturbado posterior al futuro. Sentí mucho calor y una corriente ondulante a través de la médula que me hizo creer que llegaba a tocar el centro de la tierra. Vi que toda la malla de la realidad quedó perturbada por este hecho: tenía visión ultraterrena, visión del más allá del tiempo, visión de la cascada de los acontecimientos enlazados unos con otros y visión, también, de la página siguiente del libro y de mí frente a las respuestas que también se me revelaban en las palabras de aquella adivina. La profecía de Macabea se podía aplicar a mi propio destino: era el fin de la miseria de la emoción. Decidí, con certeza, que me había ganado un respeto. Y desde entonces, como ella, aprendí a existir más plenamente, orgullosa de haber tocado el corazón de los nombres.
SUSANA BARRAGUÉS SAINZ
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