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IRENE VALLEJO: EL INFINITO EN UN JUNCO

"Este es un libro sobre la historia de los libros. Un recorrido por la vida de ese fascinante artefacto que inventamos para que las palabras pudieran viajar en el espacio y en el tiempo. La historia de su fabricación, de todos los tipos que hemos ensayado a lo largo de casi treinta siglos: libros de humo, de piedra, de arcilla, de juncos, de seda, de piel, de árboles y, los últimos llegados, de plástico y luz.

Es, además, un libro de viajes. Una ruta con escalas en los campos de batalla de Alejandro y en la Villa de los Papiros bajo la erupción del Vesubio, en los palacios de Cleopatra y en el escenario del crimen de Hipatia, en las primeras librerías conocidas y en los talleres de copia manuscrita, en las hogueras donde ardieron códices prohibidos, en el gulag, en la biblioteca de Sarajevo y en el laberinto subterráneo de Oxford en el año 2000. Un hilo que une a los clásicos con el vertiginoso mundo contemporáneo, conectándolos con debates actuales: Aristófanes y los procesos judiciales contra humoristas, Safo y la voz literaria de las mujeres, Tito Livio y el fenómeno fan, Séneca y la posverdad… 

Pero, sobre todo, esta es una fabulosa aventura colectiva protagonizada por miles de personas que, a lo largo del tiempo, han hecho posibles y han protegido los libros: narradoras orales, escribas, iluminadores, traductores, vendedores ambulantes, maestras, sabios, espías, rebeldes, monjas, esclavos, aventureras… Lectores en paisajes de montaña y junto al mar que ruge, en las capitales donde la energía se concentra y en los enclaves más apartados donde el saber se refugia en tiempos de caos. Gente común cuyos nombres en muchos casos no registra la historia, esos salvadores de libros que son los auténticos protagonistas de este ensayo."



 


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EL LIBRO QUE CRECIÓ CONMIGO: ILDEFONSO RODRÍGUEZ

Empezar por una fecha. Y  una bien marcada: el año 1968, el año del mayo francés (y la masacre de Tlatelolco, en México; y las protestas del campus de Berkeley, California). En León una pandilla de adolescentes nos repartíamos entre  distintas aficiones: tocar rock and roll, escribir poesía, protestar -por todo, decían nuestros padres-, ligar, el amor, la amistad. Vivir, sobre todo vivir con el máximo de libertad que se pudiera. Libertad vigilada: el llamado tardofranquismo significaba los obispos como siempre en el poder, los meapilas peligrosos del Opus Dei. Y el General yendo a la condición de momia.  Para los que queríamos escribir poesía, Federico García Lorca fue el gran nombre de nuestro antifranquismo visceral (nos iba la libertad en ello). La proto-víctima del terror falangista, asesinado justo al mes de que unos generales venidos de África traicionasen a la República. Así han quedado en la historia mundial aquellos hechos. Ahora se puede encontrar cualquier nombre en la Red.

EL LIBRO QUE CRECIÓ CONMIGO: LUIS GRAU LOBO

La primera vez que lo leí no entendí nada y, aun así, me gustó. Me gustó mucho, de tal manera que insistí con esa perseverancia de la edad que desaparece con el uso. Seguí sin entenderlo muy bien, pero me gustó más aún. Yo era un chaval y hacía muy poco que, por recomendación, había leído “Cien años de soledad” y de inmediato, tal era la impresión que me causó, devoré alguna novela más de lo que entonces se llamaba -¿se sigue llamando?- realismo mágico o el boom latinoamericano. Aquellas torrenteras verbales que habitaban tierras prodigiosas y daban cuenta por igual de sucesos inverosímiles y ciertos configuraban mitologías nuevas con voces del otro lado del mismo océano verbal. El deslumbramiento arrasó mis lecturas anteriores y todavía hoy me sumerjo a menudo en aquellos ríos con lechos de piedras como huevos prehistóricos. LUIS GRAU LOBO En alguna parte escuché que aquella literatura tan distinta tenía precursores, con fundamentos que la explicaban. Fui, por tanto, en busca de ese p

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Fue una lectura muy extraña de mi infancia. Realmente no sé si se trata de un libro para niños. Lo leí por imperativo escolar. Con la lista de obras que nos proponían en la mano, acudí a la biblioteca que había dejado mi hermano en tres estanterías del salón cuando se marchó a estudiar fuera y allí estaba: ‘Alfanhuí’. Lo encontré entonces muy siniestro y muy imaginativo, lleno de una desolación enorme, con paisajes que me daban miedo, atardeceres carmín, bermellón y sangre, amaneceres de oro y amarillo, caminos a ningún sitio... Lo he leído varias veces a lo largo de mi vida, recuerdo haberlo hecho por primera vez con ocho o nueve años y quedarme sobrecogido. Reconocía en sus páginas un estado de la sensibilidad que me era cercano, algo extrañamente triste, bello y familiar. Momentos que había experimentado de camino al colegio en mañanas frías o soleadas, con el viento azotando las calles como a un espacio abandonado, mirando los pajarillos en los charcos, saltando las líneas de las a